La medicina es una profesión que, aunque muchos la asocian con la compasión, necesita mucho más que solo sensibilidad para ser efectiva. En mi caso, creo que mi mayor virtud como médico es el discernimiento. ¿Y qué significa eso? Básicamente, que tengo la capacidad de analizar cada situación con profundidad, distinguir lo esencial de lo superficial, y tomar decisiones que realmente beneficien al paciente, incluso cuando no sean las más populares o fáciles de entender.
No se trata de que no tenga compasión, claro que la tengo, no podría dedicarme a esto sin sentir empatía por mis pacientes y sus circunstancias; sin embargo creo que la compasión, sin una buena dosis de discernimiento, puede llevar a decisiones impulsivas. Por ejemplo, querer aliviar el sufrimiento de alguien a toda costa puede hacer que optemos por una solución rápida que no necesariamente es la mejor a largo plazo.
El discernimiento, en cambio, me permite mantener la objetividad en medio de situaciones difíciles, me ayuda a evaluar qué es lo mejor para el paciente, incluso cuando eso significa tomar decisiones que pueden parecer duras o poco comprensivas desde afuera. Por ejemplo, elegir no someter a un paciente a un tratamiento agresivo que, aunque parezca esperanzador, tiene pocas probabilidades de éxito y podría afectar su calidad de vida.
Entiendo que muchos ven la compasión como el núcleo de la medicina, pero para mí, el discernimiento es lo que garantiza que esa compasión se traduzca en acciones que realmente beneficien; la compasión está presente, pero más como una guía, no como la fuerza principal que determina mis decisiones. Mantengo un balance entre sentir y pensar, porque creo que esa es la mejor manera de honrar a mis pacientes, sus vidas y las decisiones que tomamos juntos.